sábado, 20 de mayo de 2017

Una noche de Mayo


La primavera llega a Córdoba allá por Semana Santa. Es una explosión de la Naturaleza y la región se transforma con las celebraciones religiosas más populares del mundo. Pero es el mes de Mayo el que retoma Córdoba con tintes cercanos a un paraíso. Hay que madrugar más que el sol para ver el clarear del día. Es el alba de Mayo. Indescriptible. Me gusta sentir el aire limpio y fresco en la cara, mirar al cielo de tintes de acuarelas azules que poco a poco se torna en intenso azulado, claro, nítido, sereno. Entonces los primeros rayos del sol se esparcen por las terrazas y se entremeten en las casas. El día vino ya.

El trabajo no da tregua a nadie independientemente del mes que sea. Pero en Córdoba en Mayo, los atardeceres perfumados invitan a salir a la calle y a las terrazas de los bares para compartir tu tiempo con los amigos y la familia. Ayer viernes, era un día de esos. Salí con muchísimos deseos de sentarme en una de las terrazas de la plaza y disfrutar de mis amigos y familia, dando serenidad al tiempo y sin ninguna gana de nada, solo quería disfrutar de la charla y de mi gente. Recibir los resultados de la visita al médico de mi hija pequeña. Pero mis nietos no me dieron ninguna tregua. Nada más sentarme, me pidieron ir a la Torre. Carlos, siete años, a jugar a la pelota. Pablo, tres años, a ver las palomas y a contar cosas de lo que sea, y Felisa, dos años, al rebufo de Pablo pero sin quedarse atrás en nada por ser la más pequeña. Tuve que proponer que me dejaran al menos diez minutos. Al menos bebería mi coca cola light. Pero entre que Carlos dejó un resto en la botella para él y entre que Pablo bebía al alimón directamente del vaso, los diez minutos se transformaron en tres. El insistente Carlos empezó a contar hasta sesenta y anotando en su mente cada minuto pasado, ante lo cual me convencí de que tenía que ir a la Torre ya. Y así lo hice. Cogido de la mano de los dos chicos y Carlos con su pelota en la mano y sin parar de hablar conmigo.

Inmediatamente me di cuenta que quería decirme algo y me dispuse a escucharle. ¿Abuelo, te digo una noticia triste? Carlos no podía mantener su silencio y me dispuse a escucharle. Me dijo que Silver había muerto y Pablo apostilló que se había ido al cielo. Paré la marcha y con mucha tristeza les mostré mi sentimiento. Sí que era una mala noticia. Claro que, habíamos dejado pasar toda semana hasta comunicarles a los niños el fatal desenlace. El veterinario no pudo por menos que resolver el problema de Silver, que fue un perro extraordinario. Lo hizo para evitar sufrimientos  innecesarios. Pero la semana venía con exámenes y no era cuestión de agravar la situación. Los niños solamente conocían que a Silver le habían llevado al veterinario y se había quedado hospitalizado en el hospital de los animales. Pero ayer recibieron la noticia de que Silver estaba muy malito y se había muerto. Carlos me comunicaba la noticia con lágrimas en los ojos. Traté de desviar la atención. Me ponía muy triste aquella noticia y me daba mucha pena, aunque… tal vez fuera lo mejor para Silver, porque todos sabíamos que su enfermedad le podía causar mucho sufrimiento y no queríamos nadie que Silver sufriera. Así que hablamos de otras cosas pero Carlos, insistía en hablar. Era un día pésimo para él. Pablo le había pegado y se volvía terco contra él por cualquier cosa. Una de las compañeras de clase, le había afeado algo. La pelota se nos metió debajo de un coche y tuvimos que trabajar para rescatarla. Carlos me contó seis o siete cosas que hacía del día de ayer, un día realmente aciago para Carlos. Yo le escuché. Carlos necesitaba de alguien que le escuchara. Apenas si pude decirle que entre los amigos y compañeros de clase había de todo. Buenos y malos. Pero que uno tenía que ser sobre todo un amigo leal. Por ejemplo si uno hace algo y el maestro pregunta quién ha sido… incluso si tú lo sabes, nunca debes decirlo. El buen amigo nunca delata aunque se sufra un castigo porque el autor de la fechoría no lo haya dicho. Entre patadas a la pelota me contaba cómo eran unos y cómo eran otros. Yo trataba de hacerle saber la suerte que tenía, como por ejemplo que mamá y papá estaban con él. Pero me di cuenta que no eran mis razones que podían ser miles, las que necesitaba Carlos. Solo necesitaba que le escuchara su abuelo. Y así lo hice. Y así le quise. Y él me lo devolvió cuando al fin de la noche se despidió de mí. No bastaba con una despedida, hicieron falta más de un beso.

A la vuelta de la Torre retomé mi asiento y me uní a la reunión familiar, de los mayores. Allí se habla de las cosas de mayores. Muchas veces se necesita que a uno le escuche alguien y si es la familia, mejor, de manera que allí se hace muchas veces una terapia familiar. Pero no puedo recordar nada de lo que anoche se habló allí. Solo pensaba que también los niños necesitan que alguien les escuche. Pensaba que los mayores hemos asumido el rol de educadores y solo nos dirigimos a los niños para decirles lo que hay que hacer y cómo hay que hacerlo. Tenemos esa responsabilidad. Es cierto. Pero ahora que soy abuelo, he abandonado un poco esa responsabilidad y me he puesto a escuchar un poco más. Hay juegos, muchos juegos. Cuentos e imaginación, mucha imaginación. Tanta que a veces uno no regresaría al mundo real jamás. Pero a veces hay sensibilidad tierna y pura. La de un niño de siete años. Solo hay que escuchar. Y la fragancia del amor fluye en su alma apenada e inunda el pecho del abuelo que sentado en un banco de la Torre, viaja por el cielo visitando las estrellas titilantes. ¿Es acaso eso una suerte de felicidad?

Despedí una noche perfumada del Mayo cordobés, con un profundo sentimiento de amor a mis nietos. Ellos necesitan que también se les escuche. Charlas, muchas charlas. Carlos ayer me necesitaba y estuve con él. No podía recordar de lo que hablaron los mayores. Yo me dormí con el amor del perfume de mis nietos.

Si supierais lo que os quiere el abuelo…

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