La primavera llega a Córdoba allá
por Semana Santa. Es una explosión de la Naturaleza y la región se transforma
con las celebraciones religiosas más populares del mundo. Pero es el mes de
Mayo el que retoma Córdoba con tintes cercanos a un paraíso. Hay que madrugar
más que el sol para ver el clarear del día. Es el alba de Mayo. Indescriptible.
Me gusta sentir el aire limpio y fresco en la cara, mirar al cielo de tintes de
acuarelas azules que poco a poco se torna en intenso azulado, claro, nítido,
sereno. Entonces los primeros rayos del sol se esparcen por las terrazas y se
entremeten en las casas. El día vino ya.
El trabajo no da tregua a nadie
independientemente del mes que sea. Pero en Córdoba en Mayo, los atardeceres
perfumados invitan a salir a la calle y a las terrazas de los bares para
compartir tu tiempo con los amigos y la familia. Ayer viernes, era un día de
esos. Salí con muchísimos deseos de sentarme en una de las terrazas de la plaza
y disfrutar de mis amigos y familia, dando serenidad al tiempo y sin ninguna
gana de nada, solo quería disfrutar de la charla y de mi gente. Recibir los
resultados de la visita al médico de mi hija pequeña. Pero mis nietos no me dieron
ninguna tregua. Nada más sentarme, me pidieron ir a la Torre. Carlos, siete
años, a jugar a la pelota. Pablo, tres años, a ver las palomas y a contar cosas
de lo que sea, y Felisa, dos años, al rebufo de Pablo pero sin quedarse atrás
en nada por ser la más pequeña. Tuve que proponer que me dejaran al menos diez
minutos. Al menos bebería mi coca cola light. Pero entre que Carlos dejó un resto
en la botella para él y entre que Pablo bebía al alimón directamente del vaso,
los diez minutos se transformaron en tres. El insistente Carlos empezó a contar
hasta sesenta y anotando en su mente cada minuto pasado, ante lo cual me
convencí de que tenía que ir a la Torre ya. Y así lo hice. Cogido de la mano de
los dos chicos y Carlos con su pelota en la mano y sin parar de hablar conmigo.
Inmediatamente me di cuenta que
quería decirme algo y me dispuse a escucharle. ¿Abuelo, te digo una noticia
triste? Carlos no podía mantener su silencio y me dispuse a escucharle. Me dijo
que Silver había muerto y Pablo apostilló que se había ido al cielo. Paré la
marcha y con mucha tristeza les mostré mi sentimiento. Sí que era una mala
noticia. Claro que, habíamos dejado pasar toda semana hasta comunicarles a los
niños el fatal desenlace. El veterinario no pudo por menos que resolver el
problema de Silver, que fue un perro extraordinario. Lo hizo para evitar
sufrimientos innecesarios. Pero la
semana venía con exámenes y no era cuestión de agravar la situación. Los niños
solamente conocían que a Silver le habían llevado al veterinario y se había
quedado hospitalizado en el hospital de los animales. Pero ayer recibieron la
noticia de que Silver estaba muy malito y se había muerto. Carlos me comunicaba
la noticia con lágrimas en los ojos. Traté de desviar la atención. Me ponía muy
triste aquella noticia y me daba mucha pena, aunque… tal vez fuera lo mejor
para Silver, porque todos sabíamos que su enfermedad le podía causar mucho
sufrimiento y no queríamos nadie que Silver sufriera. Así que hablamos de otras
cosas pero Carlos, insistía en hablar. Era un día pésimo para él. Pablo le
había pegado y se volvía terco contra él por cualquier cosa. Una de las
compañeras de clase, le había afeado algo. La pelota se nos metió debajo de un
coche y tuvimos que trabajar para rescatarla. Carlos me contó seis o siete
cosas que hacía del día de ayer, un día realmente aciago para Carlos. Yo le
escuché. Carlos necesitaba de alguien que le escuchara. Apenas si pude decirle
que entre los amigos y compañeros de clase había de todo. Buenos y malos. Pero
que uno tenía que ser sobre todo un amigo leal. Por ejemplo si uno hace algo y
el maestro pregunta quién ha sido… incluso si tú lo sabes, nunca debes decirlo.
El buen amigo nunca delata aunque se sufra un castigo porque el autor de la
fechoría no lo haya dicho. Entre patadas a la pelota me contaba cómo eran unos
y cómo eran otros. Yo trataba de hacerle saber la suerte que tenía, como por
ejemplo que mamá y papá estaban con él. Pero me di cuenta que no eran mis
razones que podían ser miles, las que necesitaba Carlos. Solo necesitaba que le
escuchara su abuelo. Y así lo hice. Y así le quise. Y él me lo devolvió cuando
al fin de la noche se despidió de mí. No bastaba con una despedida, hicieron
falta más de un beso.
A la vuelta de la Torre retomé mi
asiento y me uní a la reunión familiar, de los mayores. Allí se habla de las
cosas de mayores. Muchas veces se necesita que a uno le escuche alguien y si es
la familia, mejor, de manera que allí se hace muchas veces una terapia
familiar. Pero no puedo recordar nada de lo que anoche se habló allí. Solo
pensaba que también los niños necesitan que alguien les escuche. Pensaba que
los mayores hemos asumido el rol de educadores y solo nos dirigimos a los niños
para decirles lo que hay que hacer y cómo hay que hacerlo. Tenemos esa
responsabilidad. Es cierto. Pero ahora que soy abuelo, he abandonado un poco
esa responsabilidad y me he puesto a escuchar un poco más. Hay juegos, muchos
juegos. Cuentos e imaginación, mucha imaginación. Tanta que a veces uno no
regresaría al mundo real jamás. Pero a veces hay sensibilidad tierna y pura. La
de un niño de siete años. Solo hay que escuchar. Y la fragancia del amor fluye
en su alma apenada e inunda el pecho del abuelo que sentado en un banco de la
Torre, viaja por el cielo visitando las estrellas titilantes. ¿Es acaso eso una
suerte de felicidad?
Despedí una noche perfumada del
Mayo cordobés, con un profundo sentimiento de amor a mis nietos. Ellos
necesitan que también se les escuche. Charlas, muchas charlas. Carlos ayer me
necesitaba y estuve con él. No podía recordar de lo que hablaron los mayores. Yo
me dormí con el amor del perfume de mis nietos.
Si supierais lo que os quiere el
abuelo…
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