Encontré en mi casa un cuchillo
de cocina de esos que llaman los modernos, un punta. Corto y de mango amplio
aunque de empuñadura de plástico. No sé cómo ni de qué manera, me sorprendí a
mí mismo cortando finísimas lascas a una cuña de queso manchego que me sabían a
gloria. En un segundo me transporté a mi niñez, a la Calzailla, donde un viejo
de antaño sentado a la puerta de su casa en su silla baja, labraba con su
navajilla un tacique de pan y un trocito de queso duro de oveja. Posiblemente
he tardado sesenta años en comprender lo que era capaz de hacer la navaja del
abuelo y el placer de dioses que es comerse con una navajilla modesta de
Albacete, comprada en “ca Ramón” o en “cá Marino”, un cacho de pan con queso.
Dicen que no existe un
candeledano al que no le gusten las navajas. ¡Nos metíamos tanto con mi primo
Nano por su afición a las navajas…! Pero lo cierto es que yo, cuando viajo y
paro en los bares de carretera, me quedo mirando los expositores de navajas
como un tonto. Y también, como buen candeledano, acaparo navajas de todo tipo.
Me dicen que es una manía. Pero es que soy hijo de mi tierra.
Hoy, es la modesta navaja del
abuelo la que llama mi atención. Pequeña y manejable, permitía a aquel abuelo
el poder llevarse a su boca desdentada las pasas. Así llamaban los cabreros al
queso, chorizo y salchichón de la merienda, porque el lomo y el jamón de la
matanza, por necesidad, muchas veces era vendido. Tal vez lo llamaban pasas, porque
se ponían tan duros como piedras en las alforjas o en el zurrón, después de
todo el día trasegando entre las piedras de los montes. Pero lo cierto y verdad
es que así llamaban a esas viandas en la Edad Media y nuestros padres seguían
hablando su castellano antiguo heredado. Yo, del queso he pasado al salchichón y al resto
de las pasas y he descubierto que haciendo pequeños y finos cortes, todo me
sabe mejor. ¡Caramba con el abuelo ¡ Confieso que soy un mago con el cuchillo y
el tenedor que introdujo en Europa el cordobés Ziryab, pero desconocía que la
navajilla del abuelo es capaz de conseguir que el queso y los embutidos sepan
mejor.
No me podía imaginar que una modesta
navajilla hiciera aflorar en mí sentimientos tan amables. Los recuerdos
candeledanos empiezan a amontonarse. Las varas remondadas y peladas con la navaja,
para hacer las espadas para el combate. Aquellos tubos huecos a modo de
cerbatanas, lanzadores de pipos de bolillas que más de un disgusto nos dieron
en las escuelas. Aquellos viscales rebeldes que merecían ser cortados de algún
costal de grano. También hacíamos los lazos para coger los mirlos y pájaros y
todo cuanto podíamos necesitar para jugar, trabajar o inventar. Para todo esto
y más estaba la navajilla pero lo sorprendente para mí, es que al cabo de los
años descubriera las bondades de la modesta navaja del abuelo.
Allí en la Calzailla, el tío
Pintasantos esculpía con su navajilla ramas gordas y troncos de árboles. Hacía
esculturas de la Virgen de Chilla, morteros, vasares, cucharas y tenedores de
madera… y no recuerdo cuántas cosas más. Además labraba y dibujaba aquella
noble madera como un gran artista que era. Estoy seguro que su obra permanece
en las casas de Candeleda todavía.
De mi altar de recuerdos, he
sacado una foto a una navaja candeledana
que conservo y cuido con culto y veneración. Es la navaja del abuelo. Es
la última navaja de mi padre.
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