Me he encontrado éste escrito en mis papeles…y no he dudado de enviarlo a publicar, pero nigún medio lo hace. Parece como si estas notas estuvieran fuera de lugar. Sentí cómo los marginados eran marginados. Nadie los quería. Y arremetí contra todos. Después de veinte años sigo pensando lo mismo.
“Hace mas de diez años escribí una carta abierta al Gobernador de Córdoba y a las autoridades de Aguilar tales como alcalde, juez, policía y guardia civil, curas e iglesia, en la que pedía que matáramos a Solecito. Mi carta arremetía con todos aquellos ciudadanos de orden, cofrades todos ellos de mil cofradías, padres intachables y modélicos, que pedían castigo para aquel chaval que para meterse la muerte en sus venas nos tenía acostumbrados a los pequeños hurtos y fechorías, todos con su nombre y apellidos. Apenas si se escondía, lo que indicaba que no era ningún ladrón. No tenía apenas nocturnidad ni alevosía en sus fechorías. Estaba necesitando ayuda, pero nadie se la daba. Mi carta requería a las autoridades que se ocuparan de él y en un arrebato de rabia pedía que Dios demandara a nuestras autoridades y políticos, muy ocupados en insultarse y querellarse unos contra otros, su responsabilidad en la muerte de Solecito, porque era una letra a noventa días. Aquel chaval de veinte años molestaba a todos. Y yo creía que la sociedad debía ayudarle porque si no se le ayudaba, éste moriría. Pero no tuve reaños de publicar la carta, o tal vez era una de tantas rabietas mías contra esta jodida sociedad del bienestar, de la que yo una veces soy empleado y otras empresario creador de negocios y empresas y por tanto, muy conocedor de las asquerosidades que huelen a intereses egoístas y dinero, dinero ante todo. Y me culpo por ello. Nos hemos levantado un día mas en Aguilar. La mañana está fresca y el día empieza a alborear. Los aceituneros ultiman las peonadas de la cosecha yendo al campo a primera hora de la mañana. Las calles empiezan lentamente a llenarse de ruido. Los bares del pueblo sirven el primer café y allí se oye el primer comentario. “Disen que El Solesito murió de sida en la cársel de Córdoba”. Un silencio se hizo en mi corazón. Le pedí a Dios que le acogiera en su seno y maldije a cuantos políticos, jueces, gobernadores, curas, obispos, ministros, presidentes y guardias civiles que pasaron por mi cabeza, y, también a cuantos cofrades modélicos padres de familia pedían justicia y paz en el pueblo y que lo que había que hacer era encarcelar a Solecito. Aquel atardecer, por aquel camino, yo le explicaba a aquel muchacho que apenas conocía, que debía dejar los porros y la droga, aunque yo no sabía a ciencia cierta que podía estar consumiendo droga, pero amagaba por si acaso. La verdad es que era un problema siempre en el trabajo. Creo que no trabajó nunca en otro sitio. ¿Quién podría contratarle?. En aquellos días el Ayuntamiento le concedía algún que otro día de trabajo al salir en las listas del Inem. Pedía su jornal por adelantado y yo le decía que a partir de aquel día no le íbamos a dar más anticipos. No perdía la cara a su problema y aquella tarde me decía que necesitaba ayuda, que ahora se encontraba muy ilusionado porque había una chica a la que quería y quería poderle ofrecer algo bueno. Sin esperanzas, sin futuro...la gente dice que no quería poner nada de su parte. La droga mata, pero apenas si se tenía veinte años. Cada vez era mayor la dependencia. Solecito nos pedía dinero porque no quería robar. Pero se llevaba todo lo que podía. Nos vendía papeletas de rifas inexistentes. Y aguantaba todo y a todos. A los buenos que le daban consejos, a los que le propinaban puntapiés físicos y morales. A los viejos y a los jóvenes. Pero todo el pueblo pedía que se lo llevaran, que lo encerraran, que no volviera. Y la gente sabía que no era malo. De vez en cuando, con la borrachera o con la droga cabalgando hacia la muerte, balanceándose porque apenas si se tenía en pie, entraba en la iglesia e iba a comulgar. Quería, tenía necesidad de recibir al Señor, el único que no le aprisionaría. Aquel muchacho escoria de Aguilar comulgando… Vaya cuadro para los cofrades perfectos padres eméritos. Con el cura Pacho comenté mas de una vez la estampa de Solecito comulgando. Impresionante. Pacho le daba al Señor con agrado. A Solecito le daba igual confesar, que no confesar. Nos molestaba su estampa pero nadie le ayudó. No tuve valor de sacar a la luz pública aquella carta que escribí hace diez años en la que harto de los comentarios de “la buena gente”, proponía acabar con el problema condenando a muerte a Solecito y arremetiendo contra todos aquellos que no le ayudaban, sobre todo contra las autoridades, porque estábamos viendo todos que Solecito se moriría joven. Y se murió. En los últimos tiempos, con su sida a cuestas, sin fuerzas para hablar y molestando con su sola presencia, le echaban de autobuses y espacios públicos donde había gente. Detención tras detención. Juicios y juicios. Penas y penas. Y pagando cárcel a la justicia, empleó su vida de adulto. Apenas una década de un hombre que no era malo. La cárcel lo destrozó definitivamente y por fin lo matamos entre todos. Yo maldigo a esta sociedad del bienestar. A la que premia a los inteligentes y sesudos, a la que ríe con los pudientes. Maldigo a sus dirigentes y a sus banqueros y a cuantos imparten su justicia de justos. Maldigo a los perfectos padres de familia que son espejo de modales y costumbres. Maldigo a cuantos religiosos de cualquier credo cohabitan con no se qué credos. Maldigo a esta sociedad nuestra que entre tambores de Semana Santa matamos a nuestra buena gente que cae en la droga y no les tendemos ni una mano. Uno a uno y uno detrás de otro, se nos mueren jóvenes drogadictos. Y me maldigo yo también. Soy un mediocre y vulgar hombre de pueblo, un pequeño número, un pequeño nada. Pero Solecito fue menos y nadie le socorrió. Tal vez aquella muchacha de la que un día me habló, pero creo que todo terminó con el alba. Este es mi homenaje, Solecito. Publicar la carta que escribí hace diez años. Reivindicar tu memoria de muchacho bueno. Y maldecir la poesía, la felicidad, la belleza, la fe, la dignidad, la alegría, la honestidad, el honor, el trabajo, el amor, y todo aquello que tú no tuviste. Y termino pidiendo una sola lágrima por ti y por tantos como tú, que tenemos entre nosotros, de cuantas personas lean este sencillo homenaje, para que allá en el cielo, donde estoy seguro de que estáis, le digáis a vuestro Padre que algo habéis recibido en la vida…, una lágrima a título póstumo.”
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