Ayer tuve que ir a Candeleda a
enterrar al último hermano de mi padre que quedaba vivo. Esto es algo que ya se
ha hecho habitual. Uno tras otro, nuestros familiares desaparecen y nuestros
candeledanos “grandes”, es decir mayores, van desapareciendo. No conozco a los
jóvenes y se me van quedando atrás los nombres de tantos coetáneos que no puedo
ver más que de tarde en tarde. Apenas si me da tiempo a estar con mis hermanos
y sobrinos, ver a algunos tíos y primos y estar con algún amigo muy fugazmente.
Al día siguiente tengo que
madrugar para ponerme en camino de vuelta al trabajo, en un viaje de cientos de
kilómetros. Antes subo a ver a la Virgen de Chilla. El día es luminoso. La
sierra imponente, bella y majestuosa. El camino se pinta de verde y se adorna
de florecillas de mil colores. El olor se torna fragancia fresca de hierbas
silvestres. Los prados segados y la mies del heno en lineales secándose al sol
para ser ensilado después. Solo veo a algún cabrero con sombrero viejo de fieltro
y en la mano un cubo de hojalata que delata que ha terminado el ordeño. Sus andares son tranquilos, sin prisas, yo
diría que está gozando del nuevo día. La carretera se empina más y más, hasta
entrar en un precioso túnel de ramas de robles con sus hojas verdes que se
mantiene sinuoso hasta desembocar en un pequeño llanete donde ya se divisa la
ermita.
No puedo remediar ir recordando a
todos mis seres queridos. Y veo su memoria habitando en la sierra, en su sierra. Y veo que salen a mi
paso a sonreírme y quererme. No puedo contener mi sentimiento y mi angustia de
no poder abrazarlos. Las lágrimas salen con fuerza a mis ojos. Son mis raíces
candeledanas más profundas que los enhiestos y mayestáticos robles de la
sierra. Y mi sentimiento es fuerte, como
el viejo roble serrano. Y profundo. Es mi querer a mi tierra y a mis gentes.
La ermita está radiante de luz,
la hierba recién regada y fresca. Tengo necesidad de ver a la Virgen. Me
sorprende el altar lleno de flores naturales. Me siento un rato con ella
sosegándome con una música de Gounod, Schubert, Mendelssohn, y otros que reconozco. Allí siguen mis
ancestros conmigo. No digo nada. No pienso nada. Solo me siento acompañado por
el alma de mis allegados muertos, candeledanos todos. Me siento muy apenado. No
pido a la Virgen por mí. Solo pido por ellos. Esos que uno a uno, van
desapareciendo. Y así, oí a aquellas rosas llorar.
Esta nuestra “loca sacra” de
Chilla, es nuestro lugar sagrado desde hace miles de años. Así nos lo cuentan
los sabios historiadores que han venido a rescatar nuestra memoria histórica.
Chilla significa blancura y es nuestro “inmaculado lugar sagrado”. Por ello se
llama Chilla, es decir lugar blanco por la nieve pintada en los farallones de
la alta sierra. Es el lugar sagrado del alma blanca de los candeledanos que
nuestra Virgen purifica. Nosotros solo acertamos a llenarle el altar de flores.
La Virgen se encarga de purificar nuestras almas. Así lo sentí yo cuando oí
llorar las rosas.
Ahora me siento en paz y en
connivencia con mi sangre serrana. Los recuerdos de la niñez se dibujan en
aquellos lugares y hasta en algunos de sus viejos árboles que reconozco. Mi
corazón se ha serenado al sentirse querido por toda mi estirpe que fueron los
que nos enseñaron a adorar a la Virgen y
que estaban allí con Ella. Ya regreso sereno y tranquilo. Me pongo en carretera
a hacer cientos de kilómetros de vuelta, con la seguridad de que también un
día, yo estaré con el alma de mi gente. Estaré también allí con Ella. Y dejé un
beso al viento, sincero, profundo, humilde, para el lugar donde nací, para mis
mayores que en paz descansan. Y con el beso, una última lágrima. Adiós
Candeleda.
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