En la mágica noche
de San Juan, cuando Pepe Callejón organiza a través de la asociación Puerta del
Agua un ágape de convivencia mágico cultural, mi hija Marta recogió pensando en
mí un minipergamino enrollado con cinta de raso y con una frase de Vicente
Núñez, entresacada de sus sofismas.
“Quienes
se enredan en los delirios de la sabiduría no encontrarán la hermosura”
Confieso
que no me quedé tranquilo ni con el pensamiento ni con la intención del regalo.
Al quitarme y ponerme las gafas de lectura que utilizamos a partir de los
cincuenta años todos los humanos por el desgaste de la retina, me di cuenta de
algo que podía ser una explicación. Yo nunca quise ser sabio, sino aprender, o
mejor, conocer el mundo y la vida que se desarrolla en él. Por ello siempre he
tratado de ponerme unas gafas que me permitan poder comprender el mundo. Me
pruebo unas, me las quito. Pruebo otras, veo casi bien pero no bien del todo.
Me gradúo la vista pero al poco tiempo veo borroso. Y este es el signo de la
vida para el común de los humanos. Nos pasamos la vida buscando unas gafas para
poder ver con claridad el mundo y comprenderlo. Por lo tanto yo nunca tuve
delirios, siempre estuve buscando gafas que me permitieran ver donde vivo.
En
nuestras conversaciones diarias me doy cuenta de lo mucho que le interesa la
política a quien habla de ella, de lo mucho que le interesa Dios a quien habla
de Él, de lo mucho que le interesa el comportamiento de los hombres a quien
habla de ello. Y a todos nos preocupa saber quiénes somos y saber a donde
vamos.
Hace
tiempo que tengo unas gafas de ver el mundo y la vida y he podido comprender
cuatro cosas muy importantes en la historia de la humanidad. Una es la razón que los griegos no enseñaron a
usar. Otra es la ley, que los judíos
nos enseñaron a respetar. Otra es el amor
que nos trajo Jesucristo como único norte de la vida. Y otra es la compasión budista que nos enseña cómo
respetar a los demás. Son cuatro claves de la vida que se pueden ver con mis
gafas. Pero no siempre veo el mundo con claridad. Veo borroso muchas, muchas
veces.
No
se si será la mágica noche de la Puerta del Agua pero mis gafas de comprender
el mundo me hicieron descubrir por encima de la uniformidad y de la mismedad,
como decía Zubiri, dos nombres. Uno se llamaba Teilhard de Chardin. El otro
Ervin Laszlo. Teilhard aplicó la teoría de la evolución al hombre e hizo el
Universo más inteligible. Con Laszlo y sus teorías de los tres grandes reinos
de la evolución, el medio físico de la evolución de la materia, el reino
biológico de la evolución de la vida y el reino de la historia que comprende la
evolución de la sociedad humana, pude comprender mejor éste mundo que nos
rodea. ¿Me habrá traído San Juan unas gafas definitivas?
Sentados
en círculo, los magos nos hablaban a la luz del fuego y unas notas musicales flotaban
en el aire sacadas del piano por las manos de mi hijo Jerónimo. Momentos de
sublime sensibilidad nos introducían en la mágica noche. En la oscuridad
divisaba un radiante rostro de una vestal. Era mi hija Ángela impresionada por las
disertaciones de quien decía hablar con los del más allá.
Ya en la recogida, casi al alba, la mágica
noche de San Juan me traía recuerdos de mi tierra. Oía una cancioncilla.
Que quieres que te traiga, serrana,
que voy de feria.
Para manos tan blancas,
sortijas negras,
sortijas negras.
¡A cortar el trébole, el trébole, el
trébole!
¡A cortar el trébole,
la noche de San Juan!
¡A cortar el trébole,
los mis amores van!
La
cancioncilla seguía diciendo que la muchacha era como la Rosa de Alejandría,
colorada de noche y blanca de día. Que era como la nieve que cae a copos, por
eso te quieren tanto mis ojos.
La
noche avanzaba con su negritud y mis pensamientos se tornaban al sofisma de
Vicente Núñez. No encontrarás la hermosura. Pero yo veía la hermosura de mi
hija Marta con su sonrisa tan especial. Marta todo lo llena de hermosura. Pienso que es mi Rosa de Alejandría. Su
sonrisa alegre, clara, limpia…es el espejo de su alma. Veía la hermosura que me rodeaba, en todos mis
hijos. Ángela, mi pequeña, radiante y preciosa toda la noche. Jeromín llenando
la noche de sensibilidad con su piano. Y la hermosura de Ana, mi hija mayor, heredera
de sublimes beldades. Ella no estaba allí, pero su sombra se esparcía entre
nosotros para el gozo mío y de mi mujer. Me duermo lentamente abatido por el cansancio
del largo día. Contento. Satisfecho. Ha sido una mágica noche de San Juan en la
Sierrezuela. Y llena de hermosura.