domingo, 29 de enero de 2017

Recuerdos de El Palancar, a la vera de Chilla.


Me encantaba ver aquel cielo estrellado. Apenas teníamos seis o siete años, pero no puedo olvidar aquel cielo estrellado del Palancar, aquel paraje justo debajo de Chilla. Los niños dormíamos al sereno mientras los mayores se reunían cada noche en tertulias interminables. Los aparejos de las bestias se echaban al suelo, junto a una de las paredes de la casa. Una almohada y las mantas completaban el lugar para el descanso. Así, embozados entre mantas y buscando con la cara la suavidad de la almohada, sentíamos en la otra mejilla la caricia del frescor de la noche,  mientras nos dormíamos contemplando el dulce titilar de las estrellas. Los aullidos de los perros y quién sabe si de los lobos, nos acompañaban hasta la madrugada. Nos levantábamos con el alba. Cuando los primeros rayos oteaban los montes de la Raya. Entonces era cuando la vieja nos daba las noticias. Esta noche una zorra estuvo en el gallinero y  mató tres gallinas. Un caldero de patatas y sopas colgaba de las llares sobre un pequeño fuego que había junto a otra de las paredes de la casa. Era un pequeño patio cocina, cubierto por un sombrajo de ramas de robles. Junto a las brasas, un pequeño puchero de loza hacía el café de achicoria para los niños. Los mayores comían del caldero común, mientras los niños migábamos un tacique de pan en un vaso con café y azúcar. Posos. Recuerdo el café con muchos posos. Pero no lo recuerdo malo. Terminábamos de quitarnos las legañas en el venero y a partir de entonces, el día era nuestro.
De la cola de los caballos cogíamos largos y fuertes pelos con los que hacíamos lazos para coger mirlos. Poníamos los lazos entre la maleza junto a la charca, para cazar los pájaros cuando se acercaban a beber. La fruta de los árboles era más buena por la mañana, de manera que cogíamos la fruta que queríamos. Después deambulábamos por el campo y subíamos a los árboles vigilando los huevos de los nidos. Siempre había alguna tarea que hacer encomendada por los mayores. Solía consistir en llevar algo a otra finca cercana. En ir y venir, empleábamos nuestro tiempo. Al cruzar la garganta por la altura del puente, nos encantaba bañarnos en el charco bajo el arco. No teníamos bañador ni toallas. Aprendimos a secarnos abrazando las grandes piedras de granito soleadas que absorbían la humedad al momento. Tras el agua helada, recuerdo la sensación tan agradable sobre la piel, de aquellas piedras calientes. Continuábamos nuestro camino con la sensación de libertad más hermosa a la que un adulto jamás podrá aspirar a tener. De vuelta a la casa nos esperaba la comida. En una mano un tacique de pan, en la otra una cuchara. Recuerdo que alguno de los mayores, en vez de pan, tenían en la mano un trozo de cebolla porque era costumbre comer cebolla cuando escaseaba el pan. El caldero se ponía en el centro de todos y puesto encima de una banqueta. No había sillas ni mesas. Nos sentábamos en piedras o poyetes o en pequeñas banquetas. Recuerdo la consigna. Quién más pueda, que más apriete. Después de comer, en tiempo de trilla, los mayores solían dejarnos trillar en la era solos. Entonces disfrutábamos subidos en el trillo conduciendo las bestias con el ramal en una mano y en la otra, la tralla. Caídas en la parva, risas, mareos, esperas de turnos… hasta el relevo de los mayores.
El sonido de las cencerras era cada vez más cercano. Mis amigos conocían por aquel sonido las piaras, de manera que íbamos a ver a Marcelino, o a Segu, o a Garralías. Nos encantaba subir aquellos montes y esperar subidos en los pedruscos la llegada de la piara. El cabrero nos ofrecía una cuerna de leche mientras jugábamos con los cabritillos y con los perros. Algunas veces no acudían al lugar porque se habían retrasado y a nosotros nos cogía la puesta de sol en la espera fallida. La puesta de sol era mágica en aquellas montañas pero sin duda era la señal para salir corriendo a la casa. Tras ir al gallinero por los huevos, nos esperaban las sopas de tomate para cenar. Humildes sopas y sin embargo, excelsas. Rendidos al fin, echábamos de nuevo al suelo los aparejos de las bestias, la almohada y las mantas. Y ya solo recuerdo las historias de los mayores, que dándose tabaco, hablaban y hablaban hasta quedarnos dormidos los niños.
De todas aquellas historias, recuerdo una que contaba el “tió” Perico el Tuno, cuando venía de visita algunas noches. Decía que se la había enseñado su abuelo. Y al abuelo se la había enseñado su otro abuelo. Y a éste su otro abuelo y así decía el “tió” Perico, cienes y cienes de años. Decía que tenían un libro que se terminó perdiendo y que tenía muchas canciones. Era un libro que había pedido guardarlo uno de aquellos moros que subían a ver las montañas en la antigüedad.  Le gustaba mucho una de las canciones que era la que contaba siempre. O tal vez era de la única que se acordaba. Decían también, que la tía Juana la Amacea sabía muchas letanías que curaban a la gente. Por eso iban a verla para la curación de muchos males la gente del lugar. Hablaban y hablaban… Alguno pedía al “tió” Perico que dijera aquellos cantares que en realidad no cantaba, sino que decía… Entonces  el “tió” Perico se levantaba  del grupo y distanciándose unos metros, miraba al cielo estrellado mientras exclamaba en alto algo así: “Yo soy el pastor de todas estas estrellas, astros y planetas. Todas están a mi cargo y yo las apacento. Las estrellas en la noche son fuegos de amor que alumbran las tinieblas de las mentes. Y yo soy el guardia del jardín verde oscuro del firmamento. El “tió” Narciso plantó las altas hierbas en el firmamento y el “tió” Tolomeo sabe que soy yo el pastor de los astros.”
Sin lugar a duda la tradición oral era aquella. Los hombres se contaban todo tipo de historias que habían oído de sus mayores. Y siempre contaban las mismas historias. Cuando el “tió” Perico recitaba estas cosas, siempre era muy jaleado. Les parecía que eran cantares muy difíciles de decir. O tal vez era la pose y el recitar en voz alta. Tal vez lo fuera. Lo que sí recuerdo son algunas de las explicaciones que venían después. Parece ser que muy en la antigüedad, venían a la Peña Caballera a ver las estrellas, los moros de Toledo. Y siempre las mismas preguntas…¿Es que en Toledo no hay estrellas?... ¡Pues mira que venir aquí y encima subir a la Peña Caballera que está a tres horas subiendo, de aquí! Pero eso era lo que había y nadie lo podía entender. Ni yo tampoco lo entendí jamás. La vieja contaba que en la majá de la Galana estuvieron viviendo su amor la mora Zaida y un rey Alfonso que tenía la mano mala. Y entre historias e historias… y el grácil titileo de las estrellas, entrábamos en un profundo sueño.
No puedo tener más que recuerdos agradables de entonces. A veces pienso que son recuerdos de lujo, si se pudieran calificar los recuerdos.
Pasaron muchos años cuando me enteré de la existencia de la ciudad andalusí de Vascos, un poco más allá de Oropesa. Efectivamente nuestras montañas estaban llenas de bereberes trashumantes, mozárabes o hispano-godos que eran la población autóctona, muladíes que eran los hispano-godos que se habían convertido al islam… Luego las historia de moros en nuestras montañas no deberían ser extrañas… Así pensaba yo mientras la curiosidad me embargaba.
Hace unos años, yo ya en Córdoba, se celebró un simposio sobre “El Collar de la Paloma”, que es el tratado de amor más famoso del mundo musulmán, escrito por un cordobés de hace nueve o diez siglos llamado Ibn Hazm de Córdoba. Tuve la ocasión de leerlo y de entre todos los versos, uno me sonaba :
Pastor soy de estrellas, como si estuviera a mi cargo
apacentar todos los astros fijos y planetas.
Las estrellas en la noche son el símbolo
de los fuegos de amor encendidos en la tiniebla de mi mente.
Parece que soy el guarda de este jardín verde oscuro del firmamento,
cuyas altas yerbas están bordadas de narcisos.
Si Tolomeo viviera, reconocería que soy
el más docto de los hombres en espiar el curso de los astros.

¡No me lo podía creer! ¡Era la canción del “tió” Perico el Tuno. ¿Pero cómo podía ser aquello? ¡Un verso del Collar de la Paloma en la boca del “tió” Perico!
Había que retroceder nueve o diez siglos, así que me puse a leer y a investigar. Yo sabía que las montañas de Gredos, siempre fueron acogedoras y mágicas. Desde tiempos remotos acogieron a los moradores de nuestra querida España en nuestros castros y nuestros ancestros vivieron a cubierto de todas las épocas azarosas. Incluso se tiene conocimiento de la existencia escrita del primer rey de la historia de España. Pero nada más. Nuestra tierra vivió siempre en paz y sus gentes gozaron de sus ganados y cosechas en cantidad suficiente para vivir. Tal vez los bereberes trashumantes, los mozárabes y muladíes, fueran los moradores esos siglos atrás. Era lo más lógico. Nos situamos en el siglo XI. Para mí era un punto creíble de partida la fecha en la que se escribió “El Collar de la Paloma”.
Ibn Hazm, tuvo que vivir una época muy convulsa de aquella Córdoba en la que se estaba terminando aquel famoso Califato. Fue detenido preso y sufrió el destierro. Aquel insigne filósofo, teólogo, historiador, narrador y poeta andalusí, junto con Averroes y Maimónides proclamó la virtud de la tolerancia y en sus ochenta mil folios escritos, escribió innumerables historias literarias a la vez que exaltaba los valores culturales de Al-Ándalus.
En 1031, terminó desapareciendo el Califato de Córdoba y en nuestra zona, el visir de Toledo, Al-Zafir, se declaró independiente. Toledo era entonces la taifa más grande del territorio de Al-Ándalus. Su hijo Al-Mamun, gobernó Toledo hasta 1075 y consiguió que la taifa consiguiera el mayor desarrollo hasta entonces conocido en las artes y en las ciencias. Pero ello no fue a cualquier precio pues los reyes castellanos ya se estaban acercando conquistando ciudades a las puertas de la taifa de Toledo. Así el rey Fernando I de Castilla, en 1055 conquistó Alcalá de Henares. Al-Mamun negoció con el rey una sumisión y reconocimiento a cambio de un tributo de Parias. En contrapartida, respetaría Toledo. El gran valedor de aquel vasallaje era el hijo menor del rey, a la postre, Alfonso VI de Castilla.
¿Pero qué tenía que ver todo esto con El Collar de la Paloma? Esta era una tarea de investigación imposible. ¿Cómo casar al “tió” Perico con todo esto? ¿Pero es que nuestros cabreros y moradores de Gredos no tienen historia? Yo me preguntaba y me respondía que, evidentemente sí. Nuestros ancestros tenían una historia muy importante, aunque jamás la conocimos, porque jamás fue escrita. Solo teníamos retazos de tradición oral.
Casi por casualidad descubrí que Ibn Hazm, tuvo un alumno llamado Ibn Said de Toledo. Said al-Andalusí fue cadí de Toledo en tiempos de Al-Mamun y desarrolló un importante mecenazgo en la ciudad de Toledo. Reunió en torno a él el grupo que se conoce como los doce sabios. Apoyó a Abencenif en sus estudios sobre agricultura y farmacología y apoyó a  Azarquiel en su proyecto de componer unas nuevas tablas astronómicas, contribuyendo de manera decisiva a la elaboración de las famosas tablas toledanas.  Azarquiel construyó instrumentos científicos de precisión como astrolabios, llamado la “azafea”.
¿Azafea, amacea, farmacología?...¿Qué me pasaba por la cabeza?...
Ibn Said escribió tres obras que hoy se encuentran perdidas. Una relativa a las religiones y a las sectas. Otra relativa a la historia de los pueblos árabes y no árabes. Y otra relativa a la “Corrección del movimiento de los astros” basándose en las mediciones llevadas a cabo con la azafea de Azarquiel.
¿Serían Ibn Said y Azarquiel los que subían a la Peña Caballera con el astrolabio llamado azafea?
Aquella taifa de Toledo consiguió en aquellos años ser el centro del mundo del desarrollo de las artes y de las ciencias pero todo tiene su fin. Al morir el rey de Castilla sus tres hijos se enfrentaron en una guerra de sucesión. Fernando I de Castilla y su mujer Sancha de León tuvieron como hijos a Sancho II de Castilla, Fernando de Galicia y a Alfonso VI de León. Alfonso era el menor y era el valedor de Al-Mamun de Toledo con el tributo de Parias. Gracias a estas buenas relaciones en 1073 huyó exiliado a Toledo junto a su amigo y confidente el Conde Ansúrez, donde fueron acogidos de corazón en la corte, ofreciéndoles como residencia el palacio de Galiana. Alfonso se dedicó a hablar con los sabios, a pasear, a cazar. Tenía una vida regalada y como agradecimiento invitó al gran Al-Mamun y a sus consejeros a comer en la Galiana. Después de la comida hablaban los musulmanes entre ellos en el sopor de la siesta, buscando el frescor de las terrazas, de la preocupación de Al-Mamun por las debilidades de la fortaleza de Toledo. Unos decían que era inexpugnable. Otros que ni en siete años de interrupción de suministros era posible conquistar Toledo. Pero el rey conocía la debilidad que le preocupaba. Alfonso se acercó al lugar donde susurraban para oír lo que decían y simuló que dormía la siesta entre los matorrales. Pero fue advertido por uno de los consejeros y para comprobar si había oído algo de la conversación, el rey mandó traer plomo fundido que acercó a la mano extendida de Alfonso, dormido en el césped. Pero Alfonso solo se inmutó cuando sintió el plomo en la mano, haciendo saber así que no había oído los secretos de la debilidad de Toledo.
Años más tarde, cuando Toledo fue conquistada por la puerta del este, se cambió su nombre por Puerta de la Mano Horadada.
El bravo Alfonso protagonizó una de las historias más bonitas de amor de aquella azarosa época con la mora Zaida, hija del rey de Sevilla. No se podía ver bien aquella relación y por ello la hermosa Zaira, de belleza sin igual y prometida con el rey con apenas doce años, tuvo que esperar su oportunidad. El rey la tomó por esposa por interés al entrar en la dote, grandes ciudades de Castilla. Pero quedó prendado de su hermosura cuando Zaida vino en embajada a pedir ayuda para el rey de Sevilla. Fue entonces cuando quedó bajo su protección y más tarde, al abrazar la fe, se unió en matrimonio y fue reina de Castilla con el nombre de Isabel.
¿Era esta pareja la de la majada de la Galana o era otra pareja entre noble cristiano y mora?
Aquel día iba yo montado en el burro y la tía Mercedes iba andando por la trocha, camino del Palancar. En las aguaderas llevábamos siete panes recientes, un saco de sal para las cabras y el queso y poco más. Yo no tenía más que seis o siete años. No me puedo acordar de más. Ella me dejó solo porque tenía que hacer algo en casa de alguien. Yo desconocía el camino pero el burro sí lo conocía. Sentí que nunca iba solo y que mil miradas podían divisarme desde lejos. Me cuidaban mis antepasados del lugar. Mil almas que vivieron allí se mantenían vivas impegnando las piedras, los árboles, las casas, los arroyos... Los bichitos de luz iban encendiéndose a mi paso. El burro no se paraba, como si tuviera prisa en llegar. Después de media hora de andar entre trochas, caminos y veredas y atravesar dos arroyos, llegamos a la casa donde me esperaban mis amigos, al anochecer.  Bendita Sierra de Gredos, qué recuerdos de inefable felicidad. 
¿Dónde se escribió la historia de nuestra gente? ¿Quiénes podrían ser nuestros antepasados?
Aquella noche el titilar de las estrellas fue muy animado. Todas las estrellas querían hablar de amores. Era necesario que el pastor de ellas, el “tió” Perico llegara a apacentarlas. Después de tantos años comprendí que el cielo tan estrellado de Candeleda no es una casualidad. Es la consecuencia de tantos fuegos de amor habidos en mi tierra en el curso de su historia. Porque es una historia rica de hombres y razas venidas de todas las partes del mundo que allí acrisolaron su vida dando origen a bellas historias de amor y vida.
Y la brisa de la noche nos traía el olor de la yerbabuena, del tomillo y del romero.