sábado, 6 de junio de 2015

Un día normal

La diana es antes de las siete de la mañana. Me aseo e inicio los preparativos para el desayuno… abro la puerta de la calle y dejo entreabierta la puerta de entrada a la casa. Sale el café y me dispongo en mi sillón a escuchar las noticias de la mañana. Apenas dos minutos han transcurrido cuando sigilosamente la preciosa Adriana aparece en dirección al sofá. Tras ella Carlos, sigiloso y zombi, cae también en el sofá y entra en profundo sueño en un segundo. Pedir un beso es obligado aunque pospongo el pago del mismo por razones obvias. Cuando Adriana advierte que la televisión no pone “dibujitos”, viene a mis brazos y me pide que le ponga Bob Esponja. Ya en mis brazos, vemos los dibujitos mientras Carlos sigue en profundo sueño en prolongación de su propia cama. Está tan acostumbrado que no puede distinguir si es su cama o el sofá del abuelo. Baja la abuela y Jose, el papá de Carlos, aprovecha para hablar de la ropa de los niños, de las cosas del colegio y de otros rollos escolares y familiares. Se va corriendo al trabajo una vez que se toma una gota de café.
Carlos abre solo un ojo mientras aplasta su cara en el sofá. Algo le ha llamado la atención de Patricio, sin duda. Adriana no para de hablar. Hoy debe haber dormido muy bien. Me dice que ella quiere aprender a leer. Le escribo las vocales en su espalda y me extraño pues acierta casi todas. No puede ser, es muy pequeña. La abuela termina y se lleva a la pizpireta Adriana a vestir. Yo me quedo con el encargo de despertar a Carlitos que no está dispuesto a dejar de dormir. Con pellizcos y molestos achuchones, Carlos abre otro ojo y me dice desafiante. ¿Me levanto? Alguna vez se levanta y se sube a mi cabeza en una pelea de lucha grecorromana y cae de nuevo al sofá donde vuelve a dormirse profundamente en otro escaso segundo. Me voy a la cocina a preparar los bocadillos y la botella de agua, de los dos personajes. Les preparo sus mochilas. Advierto sorprendido que Carlos ha subido solo. Aprovecho para ver mi email en el teléfono, al tiempo que oigo algunas noticias.
La abuela, arriba, habla animosamente con los dos mientras les asea y viste. Apenas unos minutos más y bajan dos preciosos niños, con uniforme de colegial planchado, lavados y peinados. Lo que hago es mirarlos y remirarlos. Después me regodeo en el orgullo de que son mis nietos. A la hora fija de menos diez, los recoge su tía la maestra y juntos van al colegio. Allí estarán toda la jornada hasta las dos y diez que los vuelve a dejar en casa de nuevo.
La paz aparece en casa. Son las nueve de la mañana. Me enfrasco en el trabajo. Abro los ordenadores, hablo y chateo con medio mundo, atiendo y contesto el correo. También mi mujer aprovecha para hacer algún recado en la calle y sale raudo sin pérdida de tiempo. Antes de salir, María aparece para dejarnos a Roque, el perro de Jero. Roque entra presuroso y contento. María con prisas, se va a despedir su soltería con sus amigas a Málaga.
El tiempo se me ha pasado volando cuando antes de las once oigo unos suaves golpecitos en la puerta. Acostumbrado a los repartidores de la moderna logística, entreabro la celosía y aparece las deslumbrante cara de mis mellizos con su blanca sonrisa, en su doble carrito de bebés. Hay que emplearse en aperturas de puertas y en el desenredo de estorbos para meter en casa tan aparatoso carrito. Los mellizos ocupan y llenan todo empezando por captar toda tu atención. Se me olvidó el trabajo y la tarea pendiente.
Cristóbal quería mis brazos, mientras Vera nos miraba con su complaciente sonrisa. Llamé a los gatos para avisarles que habían llegado estos otros dos personajes. Curro y Pepe en las escaleras, saludaban a Cristóbal y a Vera con  desconfiante mirada. Cristóbal, en mis brazos, daba gritos nerviosos mientras acercaba su mano para tocar la cabeza de Pepe. Vera, embutida en el alveolo de su carrito, miraba sonriente. Así transcurrieron pocos minutos antes de llegar la abuela. Inmediatamente la abuela bajó una gran alfombra donde los mellizos pudieran estar a sus anchas, que extendió en toda la antesala. Bajó también un gran cesto de muñecos y juguetes que vació en la alfombra. Curro y Pepe buscaron su sitio en la alfombra también pero el inteligente de Roque encontró un punto alejado y tranquilo bajo la mesa del comedor. Los mellizos, alegres y temerosos a la vez, tocaban a los animales al tiempo que escondían y protegían sus manos dando gritos y cerrando los ojos cuando alguno de los animales se les acercaba.
Había que cocinar y hacer la comida pero ¿cómo? A saltos pudimos los abuelos hacer alguna cosa en la cocina, pero inmediatamente Cristóbal, a gatas, cogía sonriente el pantalón del abuelo y al final, terminaba en sus brazos. Entre juegos y fiestas de los bebés mellizos, llegó Pablo y al verlos, se llevó una gran alegría. Pablo sabe muy bien lo que quiere por ello cogió un dedo de la mano del abuelo y le condujo al congelador. Abo, olo. Pero Pablo no podía comer un polo antes de comer, su madre se negaba, de manera que el abuelo se empleó en distraer con juegos a otro personaje más. El bullicio ya era importante cuando Pablo dijo, “avo, Pepe”. Evidentemente quería dar de comer una loncha de pavo al gato Pepe, así que con un trozo de loncha de pavo en la mano, Pablo iba tras los gatos. Llegó la hora de dar de comer a los mellizos y la abuela se ocupó de ello. Mientras daba de comer a uno, el abuelo jugaba en sus brazos con el otro. Es posible que pudieran dormir quince minutos cada uno, en todo caso ello fue una casualidad.
No pasó mucho tiempo antes de que llegaran los colegiales Adriana y Carlitos. Estos al descubrir a los mellizos y a Pablo, adivinaron la fiesta y se pusieron a loquear. Rápidamente subieron arriba para cambiarse de ropa y les dirigimos a la cocina para que comieran espaguetis con tomate. Pablo también emuló tener un platito, pues ya va siendo mayor. No en vano pronto cumplirá dos años. A los postres, voces, gritos, saltos, patadas al balón… Las fuerzas empezaron a faltar, cuando la abuela muy perspicaz, puso una copa de vino al abuelo en la mano. Adriana y Carlos dominan la casa y la situación. Saben dónde está todo y disponen de lo que quieren y cuando quieren. Por ello no les gusta mucho cuando llegan sus padres a por ellos, pues les interrumpen sus juegos. El caso es que llegó Cristóbal y después Jose, a por sus hijos.
Pablito y Carlos se fueron los primeros con sus padres, Ana y Jose. Los demás quedamos a la espera de Marta quien había salido ya de Córdoba. El viaje de Córdoba con los calores del estío, no dejar de ser una heroicidad a estas horas. Por este motivo, cuando Marta llegó, querían llegar a su casa sin detenerse más. Eran casi las cuatro de la tarde cuando, sin poner mantel en la mesa, los abuelos comieron y se quedaron solos.
La siesta era merecida y aunque no se duerma, al menos se descansa viendo o zapeando la televisión.
No eran las seis de la tarde cuando llegó Felisa con su sonrisa. Felisa transmite su alegría y dan ganas de estrujarla. Es alegre y no se está quieta. No para de moverse, por lo que va de brazo en brazo de los abuelos sin que estos puedan estarse sentados en un solo sitio. Como viernes que es, Ángela habla de llevar los niños al parque y cuando Quique llega, ya se ha organizado la salida al parque por la noche.
El abuelo aprovecha para ponerse a trabajar. Habla con Nueva York, con Chile y con Córdoba. Pero termina pronto y no se compromete a nada más porque se tiene que duchar, vestir y llevar en su coche el cochecito de los mellizos, dejado a propósito en casa, por el calor del mediodía.
El parque estaba lleno de niños jugando y lleno de padres jóvenes sentados en la terraza del bar. Carlos jugaba a la pelota con otros niños mayores y Pablo andaba de un sitio para otro, conocedor del lugar y sobre todo del tobogán, aparato que le encanta. Felisa, en brazos de unos y de otros no perdía detalle de los que llegábamos. El abuelo se sentó presidiendo la mesa más grande y larga de la terraza. No hizo falta hablar mucho más. La mesa se fue llenando con la llegada de los mellizos y de Adriana con sus padres. Más tarde llegó Quique, al terminar su trabajo. Los niños jugaban alegres, los bebés iban de brazo en brazo. El abuelo siempre tenía un bebé en brazos. Felisa, Vera, Cristóbal, hasta que fueron cayendo dormidos. Mis hijos hablaban… el abuelo, yo, pensaba que podía ser el hombre más dichoso que allí había.

Nos recogimos a una hora muy prudencial por los niños. Ya en la cama, oí llegar a mi hijo Jero a casa. Para entonces, ya el abuelo no tuvo fuerzas para levantarse de la cama. Pensó que lo que ya solo tenía que hacer en su vida, era solamente querer a su mujer a sus hijos y a sus nietos. Y soñó con los angelitos de sus nietos, pensando en un merecido descanso de un día, llamemosle, normal. El abuelo, yo,… durmió profundamente.