La diana es antes de las siete de
la mañana. Me aseo e inicio los preparativos para el desayuno… abro la puerta
de la calle y dejo entreabierta la puerta de entrada a la casa. Sale el café y
me dispongo en mi sillón a escuchar las noticias de la mañana. Apenas dos
minutos han transcurrido cuando sigilosamente la preciosa Adriana aparece en
dirección al sofá. Tras ella Carlos, sigiloso y zombi, cae también en el sofá y
entra en profundo sueño en un segundo. Pedir un beso es obligado aunque
pospongo el pago del mismo por razones obvias. Cuando Adriana advierte que la
televisión no pone “dibujitos”, viene a mis brazos y me pide que le ponga Bob Esponja.
Ya en mis brazos, vemos los dibujitos mientras Carlos sigue en profundo sueño
en prolongación de su propia cama. Está tan acostumbrado que no puede
distinguir si es su cama o el sofá del abuelo. Baja la abuela y Jose, el papá
de Carlos, aprovecha para hablar de la ropa de los niños, de las cosas del
colegio y de otros rollos escolares y familiares. Se va corriendo al trabajo
una vez que se toma una gota de café.
Carlos abre solo un ojo mientras
aplasta su cara en el sofá. Algo le ha llamado la atención de Patricio, sin
duda. Adriana no para de hablar. Hoy debe haber dormido muy bien. Me dice que
ella quiere aprender a leer. Le escribo las vocales en su espalda y me extraño pues
acierta casi todas. No puede ser, es muy pequeña. La abuela termina y se lleva
a la pizpireta Adriana a vestir. Yo me quedo con el encargo de despertar a Carlitos
que no está dispuesto a dejar de dormir. Con pellizcos y molestos achuchones,
Carlos abre otro ojo y me dice desafiante. ¿Me levanto? Alguna vez se levanta y
se sube a mi cabeza en una pelea de lucha grecorromana y cae de nuevo al sofá
donde vuelve a dormirse profundamente en otro escaso segundo. Me voy a la
cocina a preparar los bocadillos y la botella de agua, de los dos personajes.
Les preparo sus mochilas. Advierto sorprendido que Carlos ha subido solo.
Aprovecho para ver mi email en el teléfono, al tiempo que oigo algunas
noticias.
La abuela, arriba, habla animosamente
con los dos mientras les asea y viste. Apenas unos minutos más y bajan dos
preciosos niños, con uniforme de colegial planchado, lavados y peinados. Lo que
hago es mirarlos y remirarlos. Después me regodeo en el orgullo de que son mis nietos.
A la hora fija de menos diez, los recoge su tía la maestra y juntos van al
colegio. Allí estarán toda la jornada hasta las dos y diez que los vuelve a
dejar en casa de nuevo.
La paz aparece en casa. Son las
nueve de la mañana. Me enfrasco en el trabajo. Abro los ordenadores, hablo y
chateo con medio mundo, atiendo y contesto el correo. También mi mujer
aprovecha para hacer algún recado en la calle y sale raudo sin pérdida de
tiempo. Antes de salir, María aparece para dejarnos a Roque, el perro de Jero.
Roque entra presuroso y contento. María con prisas, se va a despedir su
soltería con sus amigas a Málaga.
El tiempo se me ha pasado volando
cuando antes de las once oigo unos suaves golpecitos en la puerta. Acostumbrado
a los repartidores de la moderna logística, entreabro la celosía y aparece las
deslumbrante cara de mis mellizos con su blanca sonrisa, en su doble carrito de
bebés. Hay que emplearse en aperturas de puertas y en el desenredo de estorbos
para meter en casa tan aparatoso carrito. Los mellizos ocupan y llenan todo
empezando por captar toda tu atención. Se me olvidó el trabajo y la tarea
pendiente.
Cristóbal quería mis brazos,
mientras Vera nos miraba con su complaciente sonrisa. Llamé a los gatos para
avisarles que habían llegado estos otros dos personajes. Curro y Pepe en las
escaleras, saludaban a Cristóbal y a Vera con desconfiante mirada. Cristóbal, en mis brazos,
daba gritos nerviosos mientras acercaba su mano para tocar la cabeza de Pepe.
Vera, embutida en el alveolo de su carrito, miraba sonriente. Así
transcurrieron pocos minutos antes de llegar la abuela. Inmediatamente la
abuela bajó una gran alfombra donde los mellizos pudieran estar a sus anchas,
que extendió en toda la antesala. Bajó también un gran cesto de muñecos y
juguetes que vació en la alfombra. Curro y Pepe buscaron su sitio en la
alfombra también pero el inteligente de Roque encontró un punto alejado y
tranquilo bajo la mesa del comedor. Los mellizos, alegres y temerosos a la vez,
tocaban a los animales al tiempo que escondían y protegían sus manos dando
gritos y cerrando los ojos cuando alguno de los animales se les acercaba.
Había que cocinar y hacer la
comida pero ¿cómo? A saltos pudimos los abuelos hacer alguna cosa en la cocina,
pero inmediatamente Cristóbal, a gatas, cogía sonriente el pantalón del abuelo y
al final, terminaba en sus brazos. Entre juegos y fiestas de los bebés
mellizos, llegó Pablo y al verlos, se llevó una gran alegría. Pablo sabe muy
bien lo que quiere por ello cogió un dedo de la mano del abuelo y le condujo al
congelador. Abo, olo. Pero Pablo no podía comer un polo antes de comer, su madre
se negaba, de manera que el abuelo se empleó en distraer con juegos a otro
personaje más. El bullicio ya era importante cuando Pablo dijo, “avo, Pepe”.
Evidentemente quería dar de comer una loncha de pavo al gato Pepe, así que con
un trozo de loncha de pavo en la mano, Pablo iba tras los gatos. Llegó la hora
de dar de comer a los mellizos y la abuela se ocupó de ello. Mientras daba de
comer a uno, el abuelo jugaba en sus brazos con el otro. Es posible que
pudieran dormir quince minutos cada uno, en todo caso ello fue una casualidad.
No pasó mucho tiempo antes de que
llegaran los colegiales Adriana y Carlitos. Estos al descubrir a los mellizos y
a Pablo, adivinaron la fiesta y se pusieron a loquear. Rápidamente subieron
arriba para cambiarse de ropa y les dirigimos a la cocina para que comieran
espaguetis con tomate. Pablo también emuló tener un platito, pues ya va siendo
mayor. No en vano pronto cumplirá dos años. A los postres, voces, gritos,
saltos, patadas al balón… Las fuerzas empezaron a faltar, cuando la abuela muy
perspicaz, puso una copa de vino al abuelo en la mano. Adriana y Carlos dominan
la casa y la situación. Saben dónde está todo y disponen de lo que quieren y
cuando quieren. Por ello no les gusta mucho cuando llegan sus padres a por
ellos, pues les interrumpen sus juegos. El caso es que llegó Cristóbal y
después Jose, a por sus hijos.
Pablito y Carlos se fueron los
primeros con sus padres, Ana y Jose. Los demás quedamos a la espera de Marta
quien había salido ya de Córdoba. El viaje de Córdoba con los calores del
estío, no dejar de ser una heroicidad a estas horas. Por este motivo, cuando
Marta llegó, querían llegar a su casa sin detenerse más. Eran casi las cuatro
de la tarde cuando, sin poner mantel en la mesa, los abuelos comieron y se
quedaron solos.
La siesta era merecida y aunque
no se duerma, al menos se descansa viendo o zapeando la televisión.
No eran las seis de la tarde
cuando llegó Felisa con su sonrisa. Felisa transmite su alegría y dan ganas de
estrujarla. Es alegre y no se está quieta. No para de moverse, por lo que va de
brazo en brazo de los abuelos sin que estos puedan estarse sentados en un solo
sitio. Como viernes que es, Ángela habla de llevar los niños al parque y cuando
Quique llega, ya se ha organizado la salida al parque por la noche.
El abuelo aprovecha para ponerse
a trabajar. Habla con Nueva York, con Chile y con Córdoba. Pero termina pronto
y no se compromete a nada más porque se tiene que duchar, vestir y llevar en su
coche el cochecito de los mellizos, dejado a propósito en casa, por el calor
del mediodía.
El parque estaba lleno de niños
jugando y lleno de padres jóvenes sentados en la terraza del bar. Carlos jugaba
a la pelota con otros niños mayores y Pablo andaba de un sitio para otro,
conocedor del lugar y sobre todo del tobogán, aparato que le encanta. Felisa,
en brazos de unos y de otros no perdía detalle de los que llegábamos. El abuelo
se sentó presidiendo la mesa más grande y larga de la terraza. No hizo falta
hablar mucho más. La mesa se fue llenando con la llegada de los mellizos y de
Adriana con sus padres. Más tarde llegó Quique, al terminar su trabajo. Los
niños jugaban alegres, los bebés iban de brazo en brazo. El abuelo siempre
tenía un bebé en brazos. Felisa, Vera, Cristóbal, hasta que fueron cayendo
dormidos. Mis hijos hablaban… el abuelo, yo, pensaba que podía ser el hombre
más dichoso que allí había.
Nos recogimos a una hora muy
prudencial por los niños. Ya en la cama, oí llegar a mi hijo Jero a casa. Para
entonces, ya el abuelo no tuvo fuerzas para levantarse de la cama. Pensó que lo
que ya solo tenía que hacer en su vida, era solamente querer a su mujer a sus
hijos y a sus nietos. Y soñó con los angelitos de sus nietos, pensando en un
merecido descanso de un día, llamemosle, normal. El abuelo, yo,… durmió
profundamente.